Gente

Mierda, la ‘pelu’ hace puente, no me lo puedo creer. Quería aprovechar para ir hoy bien prontito ya que tenía vacaciones. Bueno, pues ahora què fem guapa? Pues nada, andemos un poco a ver si encontramos un rinconcito de los nuestros para estar tranquila,…
Bingo, mira esa terraza, la mesa del fondo, en la esquina, resguardada por los cipreses enmacetados y moribundos, perfecto.
-          Por favor, un cortado con la leche fría, gracias.
Y silencio los móviles. Ahora no quiero estar para nadie.
Saco el libro que me estoy leyendo, me traen el café y sigo el ritual de siempre: sacudo el sobrecito del azúcar, miro el contenido por si no me lo tengo que echar entero no vaya a ser que me tome un caramelo en lugar de un café, y luego lo doblo en 5 pliegues y lo dejo entre la taza y el platito.
Abro el libro, página 73, empiezo a leer,… Tras unos minutos absorta en el mundo al que me llevan las hojas, siento los ojos pesados, hoy hace un día ‘blanco’ y no he cogido las gafas de sol, debe ser eso.
Entonces me llama la atención el señor que se ha sentado en la mesa de enfrente. Mayor, con esos pantalones azules y americana marrón, que no pegan ni con cola pero que lo lleva con la elegancia característica de los hombres de su generación. No lleva alianza pero tiene una marca en el dedo, debe ser viudo, pienso. Lo veo de lado, y acaba de sacar uno de esos bolígrafos de oro del año de Maria Castaña para escribir algo en unos papeles que desde aquí no atino a distinguir. Seguro que está apuntándose la próxima visita al médico. Tiene el pelo recién cortado, canoso, está arrugado pero me da que de joven debía ser atractivo. Tiene los ojos azules.
Después de escribir con toda la calma del mundo, coje los papeles, los dobla por la mitad y se los guarda en el bolsillo interior de la americana, ese que va en el pecho. Vaya, eran quinielas, no se puede acertar todo.
Vuelvo a mirar mi libro, quiero seguir leyendo. Pasa un rato y vuelvo a tener la necesidad de levantar la vista del papel. Hay una pareja en la mesa de mi derecha. Llevan desde que he llegado ahí, sin hablarse, sin periódico ni revistas. Qué triste. Qué aburrimiento. Espero no llegar nunca a eso, por favor.
Al fondo veo una señora dando de comer a las palomas. Lleva una bolsita repleta de migajas de pan y las va esparciendo por el suelo con sus manos gastadas y deformadas por la artrosis. Está encorvada, es pequeñita, lleva el pelo corto teñido de blanco-azulado por una peluquera que merecía morir, alpargatas de estar por casa y bata de estampado floral. Vamos un cuadro de mujer, pero me ha caído bien. Le importa un pimiento que la gente la mire, ella quiere dar de comer a los bichos esos y punto. Tiene cara de simpática. Apostaría que ha sido soltera toda la vida, pero no porque no la hayan rondado los hombres, sino porque, simplemente no le ha dado la gana de hacer el papel que en esa época se le suponía al ‘sexo débil’. Bien por ella. Tengo suerte de ser de otra época.
Vaya, si todavía no he probado el cortado. Menos mal que me gusta el café frío. Me enciendo un cigarro.
Oigo una moto. Ruge. Mis ojos se clavan en una Buell que está subiendo por la acera. Mira que bien, va a aparcar aquí mismo, qué bonita. La lleva un señor de mediana edad, de estos grandotes con barriga cervecera. Se baja y se saca el casco. Coño, tiene esa nariz rota típica de los boxeadores. Me fijo. Tiene cara de paleto, tipo Poli Díaz. Lo juro. Es de hombros muy anchos, brazos fuertes. Se sienta a 2 mesas, de espaldas. Es gigante. Pide una cerveza. Mira a la moto y va a coger una caja que había dejado encima del depósito amarrada con la redecilla. "Curso CEAC para Instalador Electricista", leo. Claro que sí, hay que reciclarse. 
Ostia, es tarde, todavía tengo que ir al súper para comprar lo que mañana me llevaré en la fiambrera para mi primera salida organizada en moto –qué ilusión, si no llueve - y tengo que pasar por la ferretería para ver si consigo que el puto desagüe del lavamanos me deje de perder.
-          Perdona, cuánto te debo? – Le pregunto a la camarera aprovechando que recogía la mesa de la pareja inerte que ya se había marchado.
-          Ah, nada, ya está pagado. – Me dice.
-          No, perdona, que no te he pagado aún. – Replico convencida que se ha hecho un lío con tanta mesa.
-          Sí, sí, lo ha pagado el chico de aquella mesa,… – Y me señala hacia el otro rincón, el opuesto al mío.
Miro, pero solo queda la mesa vacía, con una taza de café y un paquete de Camel estrujado. La camarera me hace un gesto de resignación con media sonrisa en la cara. Le correspondo.
Me levanto y comienzo a andar poco a poco, volviendo mentalmente al estado terrenal que requiere mi ciudad mientras pienso: gracias por el café, amigo fumador desconocido.


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