El baile de las centáurides

La noche era fría. Le flaqueaban las fuerzas tras haber caminado 3 días y 3 noches por aquél bosque sombrío.

Sus pies, entumecidos, por el manto de moho permanente, casi eterno, que cubría el suelo, ya no le respondían.  Sus manos heladas y repletas de heridas ya no atinaban a apartar más ramas espinosas.

El miedo había desaparecido. Sólo sentía dolor. Un dolor intenso en cada centímetro de su cuerpo. Tan fuerte que empezaba a desear morir antes que seguir aguantando aquello. Pero tenía que seguir. Tenía que huir.

Sus sufridas piernas arrastraban a los pies, dormidos, a través de toda aquella maleza helada. Las gotas de rocío formaban afiladas estalactitas en las hojas de los árboles. Los arbustos le ofrecían orgullosos sus cortantes y finas hojas. Y él estaba sucumbiendo a la tortura de ese paisaje tan bello como cruel.

Debo seguir,… – repetía una y otra vez en su debilitada mente – debo seguir,… ¡debo seguir!

Sus oídos ya no advertían los peligros. Sus ojos ya no vislumbraban los obstáculos. Pero continuaba avanzando lastimosamente, paso a paso, dolor a dolor, sufrimiento a sufrimiento.

Y cayó. Exhausto.

Solo es un momento – se engañaba – necesito un instante para seguir,…

Y sus ojos se cerraron.

Una suave voz de  mujer le susurró algo al oído. Pero él no entendió las palabras. Se creía soñando. Y la voz se hizo más real. Ininteligible pero cercana, cálida.

Y, de un sobresalto, él despertó de su letargo momentáneo. Mirando a lado y lado, buscándola. Necesitándola. Pero ella ya no estaba. Aunque se oía su voz alejándose.

Y él corrió. Corrió como no lo había hecho en su vida. Buscándola. Ya no sentía dolor. Solamente la quería a ella. La deseaba.

¡Más deprisa, más deprisa! – se exigía más allá de sus fuerzas.

El último rosal le cortó la mejilla, pero no importaba, allí estaba ella, en el estanque, bebiendo del agua cristalina que brotaba de una pequeña cascada. Preciosa. Perfecta.

Él se acercó sigilosamente. Se miraron. Un instante. Silencio.

Y ella echó a correr. Y él la persiguió. Y corrieron hasta el agotamiento. Unidos pero al mismo tiempo separados.

El único claro del bosque estaba justo enfrente. Ella estaba allí mismo, enfrente, inmóvil. Lucía espléndida a la luz de la luna. Majestuosa.

Acércate - le dijo con una voz dulce como nunca antes él había oído.

Dos pasos más, solo dos pasos más – ordenó a su maltrecho cuerpo.

Y allí delante ella se mostró. Desnuda. Con su salvaje cabellera mecida por la suave brisa que azotaba las ramas. Con su hermoso torso de mujer al descubierto. Con su señorial pose equina zarandeando la cola elegantemente de un lado a otro.

Y bailó para él. Sólo para él. Sus gráciles pechos se movían con el delicado vaivén del contorneo de sus brazos. Su lomo se contraía de forma suave. Parecía acariciar el aire.

Era una locura contemplarla. Aquella danza hipnótica lo tuvo embelesado un tiempo que no supo calibrar. 

De las sombras emergieron otras siluetas bailarinas. Casi igual de perfectas que ella. Casi.

Sus sonidos, sus jadeos, sus cabellos, sus brazos, sus patas, sus pechos, sus colas,… Todo parecía entrelazarse alrededor en una danza macabra imposible de ignorar. Cada vez más frenética.

Y él ya no tenía frío. Ni sentía ningún dolor.

Y suspiró.

Y con ese suspiro supo que aquello no era real, que todavía yacía en el suelo del bosque, a los pies de un maldito árbol cualquiera. Que solamente había sido un sueño,… su último sueño.

Y se rindió.

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