Castañaween

Érase una vez, en un país no muy lejano, una niña que vivía en una condal ciudad, rodeada de pequeñas montañas y contaminados ríos.

Nuestra protagonista creció allí. Vivía allí. Y cuánto más mundos veía en sus viajes imaginarios, más allá del Cinturón de Orión, más le gustaba su pequeña parcela vital.

Aquella niña, había recibido una educación más bien clásica, pero no por ello había cerrado su mente. Sí, teóricamente era cristiana, bautizada y con la primera comunión bien hecha a cambio de un flamante reloj digital como el de sus amigas de la época.

Se hizo mayor y se desvinculó de ciertas tradiciones religiosas aunque su abuela siguiera intentando convencerla - sin mucho o ningún éxito - a la que bajaba la guardia. Aunque lo de apostatar le daba palo, ya se lo había planteado muy seriamente más de una vez y de dos. Pero en secreto, para no tener jaleo familiar.

De muy pequeña, en el colegio le habían explicado una historia acerca de una señora mayor, de profesión castañera (porque patateras debía sobrar), que en invierno invadía las calles de su ciudad. Vestida siempre de igual manera: una pañuelo en la cabeza, otro en el cuello, falda y blusa viejas y un andrajoso delantal.

Esta parafernalia costumbrista venía a cuento de que en una época muy remota, los buenos cristianos, durante la noche de Todos los Santos (que no tiene nada que ver con los Borbones, aunque lo parezca - calla Froilán que te veo...) se tocaban las campanas de las iglesias hasta la madrugada. Tarea que realizaban los campaneros junto a los familiares y amigos de los difuntos, turnándose entre el frío y el cansancio. Amenizando la bonita velada cristiana con comidas dulces y altamente energéticas. Un, dos, tres, responda otra vez:  panellets, moniatos y castañas, bañados en moscatel. Por ejemplo. Claro que también había podido ser compota de manzana y pastel de chocolate con ron, pero mira, pues no. 

Total, que nuestra amiga urbanita, harta de disfrazarse a la fuerza en el cole de poco menos que de una pasa arrugada todos los años. Cuando pudo elegir, eligió la superficialidad de disfrazarse de zombie o de vampiro o de bruja o de lo que fuera para ir a pedir caramelos - o chupitos, o panellets o lo que fuera - a los bares de su barrio.

Y así fue, como, entre chupito y chupito, moniatos y panellets - vilmente gorreados - disfrazada de cualquier cosa horrorosa menos de Doña Rogelia, cayó la gran castaña. Y desde entonces hasta ahora. Año, tras año.

Con lo mejor de cada casa. Y sin comer perdices.

Castañaween lo bautizó.


Comentarios

  1. Pero me da a mí que la castaña que tú pillas, nada tiene que ver con las castañas que vendía la ancianita...jajajaj

    1besico!

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  2. O sea, que te vas de castañazo. Diviértete!!

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  3. Jajaja, ¡no se vale! ¿Tanto se me ve venir? Tendré que esforzarme en sorprenderos... ;)

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  4. De todas formas está bien eso de Castañaween.

    Palabro de confirmación "castala" que digo yo si tendrá que ver algo con la castaña catalana o algo así.

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